• Carta de Todos los Mundos
• Ruslán Y Liudmila CANTO PRIMERO
• CANTO SEGUNDO
CANTO TERCERO
Ya la mañana —mañana muy fría— empieza a iluminar las oscuras cimas de los montes,
pero el castillo encantado permanece aún silencioso. Chernomor, presa de una ira que no
puede ocultar, yace en la cama, envuelto en su bata y sin su gorro, y resopla enfurecido. Sus
callados servidores se mueven en torno a su barba blanca, en cuyos pelos ondulados intenta
poner orden un peine de marfil. Al propio tiempo, y para mayor eficacia y belleza, vierten
sobre sus infinitos bigotes aromas orientales. Empiezan ya a ponerse en orden sus rizados
bucles, cuando entra de súbito por la ventana una serpiente voladora, haciendo sonar sus
escamas de hierro, que se enroscan en ágiles nudos. Y acto seguido, ante el asombro de los
servidores, se transforma en una mujer, en Naína.
—Te saludo, querido compañero —dice ella—. Hasta ahora sólo por la fama de su nombre
conocía a Chernomor. Pero un destino fatal nos une en el odio común que alienta en
nuestro pecho. Te amenaza un peligro: negros nubarrones se ciernen sobre tu cabeza; y a mí
me arrastra mi honor ofendido, impulsándome a la venganza.
El enano astuto le tiende la mano y recibe la de ella con una mirada llena de falsa
adulación:
—¡Oh, divina Naína! Muy preciosa es para mí tu alianza. Puedes estar segura de que
habremos de reírnos de las astucias del finlandés. Por lo demás no me inspiran temor sus
manejos; es un adversario débil para mí. Para que me comprendas voy a explicarte en qué
consiste la fuerza milagrosa con que me dotó el destino. Mientras la espada del enemigo no
consiga cortar mis barbas, ningún guerrero, por valeroso que sea, ni mortal alguno, podrá
nada contra mis proyectos y deseos; Liudmila permanecerá aquí para siempre; y Ruslán
está destinado a perecer.
La bruja repite sombríamente:
—¡Perecerá! ¡Perecerá!
Y al decir esto, lanza por tres veces un ronco grito, tres veces golpea el suelo y, volviendo a
convertirse en una serpiente negra, desaparece volando.
Vestido con su manto de brocado y oro, el hechicero, animado por las palabras de la bruja,
ha decidido depositar a los pies de su joven prisionera sus bigotes, en prueba de sumisión y
de amor. El barbudo enano se dirige ricamente ataviado a los aposentos de la princesa
pasando por una larga hilera de estancias. Pero no encuentra allí a la muchacha. Se dirige al
jardín, y de allí al bosquecillo de laureles, bordea el lago, mira junto a la cascada, bajo el
puente, en los pabellones... La princesa ha desaparecido sin dejar huellas.
¿Quién podría expresar su sorpresa, su indignación y su ira encendida? Perdiendo la
cabeza, lanza el enano un alarido salvaje:
—¡A mí, a mí! ¡Acudid, siervos! ¡Encontradme inmediatamente a Liudmila! ¡Obedecedme
en el acto! ¡De lo contrario voy a ahorcaros a todos con mis propias barbas!
Voy a decirte ahora, lector, dónde se encontraba la linda muchacha.
Durante toda la noche, unas veces llorando y otras riendo, no había podido menos de
asombrarse ante lo extraño de su suerte. La barba del hechicero la había asustado. Pero ya
conocía a Chernomor, que le había parecido ridículo; y todos sabemos muy bien que lo
ridículo está reñido con lo espantoso. Sólo para ir al encuentro de los rayos matinales se
levantó Liudmila de la cama, y entonces se fijó involuntariamente en los grandes y
límpidos espejos que en la habitación había. Instintivamente empezó a arreglarse con
negligencia sus dorados cabellos, que le caían sobre los hombros en largas trenzas, y
descubrió sus vestidos del día anterior, que estaban en un rincón. Vistióse la muchacha
suspirando y hasta llegó a llorar. Pero aun en medio del llanto no dejaba de lanzar miradas
al espejo; y sucedió que, entre el tumulto de ideas que pasaban por su mente, se le ocurrió
la de probarse el gorro puntiagudo de Chernomor. Todo parecía quieto y nadie la podía
ver... Además ¿ qué gorro no le iría bien a una muchacha de diecisiete años? Las mujeres
nunca se cansan de ataviarse. Liudmila empezó, pues, a manejar el gorro ladeándolo ya a la
derecha, ya a la izquierda, hundiéndoselo hasta las cejas o probándoselo al revés. ¡Y aquí
vino lo maravilloso! Liudmila desapareció del espejo; y volvió a aparecer en él cuando se
puso bien el gorro. Intentó ponérselo al revés y volvió a desaparecer.
—¡Qué bien! —exclamó ella—. ¡Qué contenta estoy, hechicero mío! Ahora ya no te tengo
miedo y me siento aquí en la mayor seguridad.
Y al decir esto la princesa, encendida de alegría, se puso el gorro del malvado brujo al
revés.
Pero volvamos a nuestro héroe. Porque ¿no es vergonzoso que nos ocupemos con tal
atención de un gorro y de una barba, mientras dejamos abandonado a Ruslán a su propia
suerte?
Después de su combate con Rogday, internóse Ruslán en un bosque frondoso. Al cabo de
un rato surgió ante sus ojos un gran valle iluminado por la primera claridad del alba.
Nuestro guerrero quedó sorprendido, y en verdad que tenía para ello razón: el valle había
sido campo de una antigua batalla; todo, hasta la lejanía, aparecía completamente desierto y
sembrado de huesos amarillentos; por doquier se veían corazas, adargas, arneses...; aquí
una mano de esqueleto que empuñaba todavía una espada llena de herrumbre; allí, entre las
hierbas, un casco en el cual se pudría un viejo cráneo...; más allá los restos de un héroe y, al
lado, los de su corcel, rodeados de flechas y lanzas, hundidas en la tierra y cubiertas de
plantas trepadoras. Nadie turba el silencio de aquel desierto y únicamente el sol abrasa con
sus rayos aquel valle de muerte.
El guerrero lo contempla todo, suspirando.
—¡Oh, campo! ¿De quién fueron los huesos que te cubren? ¿A qué héroe perteneció el
caballo que te pisó en el último momento de la sangrienta lucha? ¿Qué guerrero sucumbió
aquí gloriosamente? ¿De quién fueron las últimas plegarias que escuchó el Cielo? ¿Por qué,
¡oh, campo!, permaneces silencioso y cubierto por el musgo del olvido? ¡Acaso no halle
salida yo tampoco y no pueda evitar las eternas tinieblas! ¡Quién sabe si en aquella colina
no irán a enterrar el ataúd de Ruslán!
Pero nuestro guerrero recuerda pronto que a un héroe le hace falta una espada y también
una coraza; y él, después de su último encuentro, ha quedado desarmado.
Inmediatamente se pone a buscar armas, creyendo poder encontrarlas entre los arbustos y
montones de podridos huesos, entre las corazas y los cascos destrozados. Entre tanto, el
campo entero parece revivir y se oyen sones y crujidos... Ruslán levanta del suelo una
adarga y después una coraza, la primera que ve. Encuentra además un cuerno, pero no logra
dar con ninguna espada, pues todas son o demasiado ligeras o cortas en exceso; y es preciso
saber que el príncipe era un joven robusto, en nada parecido a los guerreros de nuestros
tiempos.
Para tener algo en la mano escogió una lanza, púsose la coraza y prosiguió su camino.
Sobre la tierra adormecida palidece ya la aurora, cae una azulada niebla y aparece la blanca
luna. Oscurécense los campos. Ruslán camina pensativo por un sombrío sendero y en la
lejanía, a través de la bruma, divisa una oscura colina. No tarda en advertir que de ella se
escapa un ronco rugido. Se acerca un poco más y ve entonces que la mágica colina parece
moverse y respirar.
Ruslán la examina pacientemente con la mayor atención, pero su caballo se asusta, mueve
las orejas, tiembla y quiere retroceder; agita la cabeza y se le erizan las crines.
De pronto la luna, despejada por completo, ilumina a través de la bruma la extraña colina.
El guerrero mira y contempla algo sorprendente. No sé si encontraré palabras y colores para
describirlo...
Ante él se yergue una Cabeza, una cabeza viva. Sus ojos están cerrados y duermen. La
Cabeza emite un son ronco, y agita el plumaje que lleva en el casco; las plumas, al
moverse, proyectan grandes sombras. Y entonces la Cabeza aparece con toda su horrible
belleza en la extensión de la estepa oscura, destacándose como temible guardián de aquel
desierto silencioso. Surge amenazadora, algo velada por ligeras nubes.
Ruslán la mira indeciso, se acerca más aún, da una vuelta en torno a ella y, deseando
despertarla de su profundo sueño, se para ante sus narices y le hace cosquillas
introduciendo en ellas la lanza.
La Cabeza hace una mueca, arruga la frente, bosteza, abre los ojos... y estornuda.
Sopla entonces un viento huracanado; el campo se estremece, se levanta una nube de polvo.
De cejas, bigotes y orejas salen volando manadas de buhos. Se despiertan los bosques
silenciosos...
A causa del estornudo el caballo de Ruslán se encabrita relinchando, y salta con tal
violencia, que a duras penas puede sostenerse el guerrero sobre la silla.
En aquel momento se deja oír la voz de la Cabeza:
—¿A dónde vas, imprudente guerrero? ¡Vuelve atrás! ¿O no sabes que no tolero bromas y
que me tragaré al osado que quiera jugar conmigo?
Ruslán la mira con desprecio, detiene el caballo y sonríe lleno de arrogancia.
—¿Qué quieres de mí? —prosigue la Cabeza—. ¡Qué extraño visitante me envía el destino!
E, indignándose, le grita:
—¡Fuera de aquí! Es de noche y quiero dormir. ¡Márchate!
Pero el valiente guerrero, al oír tan descorteses palabras, e indignándose a su vez, le
contesta:
—¡Cállate, cráneo vacío! Sé de un proverbio que dice: "Frente grande, pocos! sesos" y otro
conozco aún que dice así: "Voy con cuidado, pero no doy cuartel al quien me planta cara".
Enmudece entonces la Cabeza y tórnase roja de furor; lanzan fuego sus ojos quel se llenan
de sangre; sus labios tiemblan y se cubren de espuma; de su boca y de sus oídos se escapan
nubes de vapor; y con tremenda violencia sopla sobre el príncipe.
En vano procura el caballo resistir haciendo frente a la tromba con su pecho; es arrastrado
por un huracán mezclado con lluvia y queda rodeado de tinieblas. Cegado, atemorizado y
sin fuerzas, corre al campo traviesa, sin encontrar el camino, con la esperanza de salvarse y
de descansar lejos de allí.
Pero el guerrero lo obliga a regresar.
Y les aguarda la misma suerte; otra vez es rechazado el guerrero. Pierde ya la esperanza de
triunfar.
Mientras tanto, la Cabeza se burla de él riendo a carcajadas.
—¡Ja, ja! ¡Vaya un héroe! ¡Vaya un guerrero!... ¡Eh! ¿A dónde vas tan aprisa? ¡Aguarda!
¡Párate! ¡Sé valiente, buen guerrero, e intenta cuando menos alcanzarme con tu lanza antes
de que se te muera el caballo!
Y al decir esto, le enseña burlonamente su horrible lengua.
Ruslán, profundamente ofendido, pero no dejando traslucir su indignación, primero la
amenaza blandiendo la lanza sin decir palabra, y luego, escogiendo un momento que le
parece propicio, la arroja con gran fuerza. El arma tiembla, vuela y se hunde en la lengua de
la que sale en el acto un torrente de sangre.
La Cabeza, sorprendida y atormentada por un inmenso dolor, pierde su anterior arrogancia,
mira con asombro al intrépido guerrero y palidece de rabia mordiendo el hierro de la lanza.
Aprovechando la ocasión, nuestro valiente guerrero salta como un azor hacia la Cabeza, y
con su diestra poderosa, armada con el guante de hierro, le da un tremendo bofetón.
El eco repite el golpe, que resuena por toda la amplitud de la estepa. La sangre mancha la
hierba en torno a la Cabeza, que se tambalea y rueda, haciendo sonar con estrépito su casco.
Entonces, en el lugar que ocupaba aquélla, ve el guerrero una enorme espada. La coge
sonriendo y se precipita sobre la Cabeza con la terrible intención de cortarle la nariz y las
orejas.
Ya levanta la mano. La espada centellea.
Pero se para al oír el gemido lastimero y suplicante de la Cabeza.
Baja la espada. Desaparecen su ira y su afán vengativo, ablandados por la súplica.
Así se derrite el hielo en los campos bajo el sol del mediodía.
—Tu mano, ¡oh héroe!, me ha hecho comprender —dijo la Cabeza, suspirando— que soy
culpable ante ti. Desde ahora me someto, pues, a tu voluntad. ¡Pero sé¡ magnánimo,
guerrero! Mi suerte merece, en verdad, tu compasión.
En mis tiempos yo también fui un guerrero valeroso, y jamás encontré quien me superara
en las batallas. Y hoy seguiría siendo feliz si no hubiera tenido un rival en la persona de mi
hermano menor. ¡Oh. sanguinario y vengativo Chernomor! ¡Tú eres el culpable de todas
mis desdichas! ¡Tú que naciste enano y con una barba descomunal, has sido la deshonra de
toda nuestra familia!
Desde pequeño sintióse él envidioso de mi gigantesca estatura y por ello me empezó a odiar
desde la infancia. Yo era grande, pero en extremo confiado; y aquel infeliz, a pesar de su
ridícula pequeñez, pues se trataba de un auténtico enano, era listo como el propio diablo.
Debes saber, además, que toda su fuerza reside en su barba milagrosa, y desdeña los
peligros porque sabe el malvado que a nadie puede temer mientras conserve intacta su
barba.
Pero una vez, fingiéndome amistad, me dijo:
"Oye, no me niegues un favor. He descubierto en unos libros que tras unas montañas, allá
en Oriente, en las apacibles orillas del mar, y guardada tras pesados cerroios, en un sótano
oscuro, hay una espada. Pues bien: las líneas secretas de aquel libro me han revelado que
dicha espada nos debe ser fatal por designio del cielo, y que por ella hemos de perecer,
cortándome a mí la barba y a ti la cabeza. Y con esto puedes ya comprender lo importante
que es para nosotros apoderarnos de este engendro de los espíritus malignos."
"Bueno", dije yo al enano, "no veo en ello inconveniente ni dificultad alguna. Me tienes
dispuesto a hacerlo. ¡Iré a buscarla hasta el fin del mundo si es preciso!"
Arranqué un pino, me lo cargué sobre uno de mis hombros, e hice sentarse a mi hermano
sobre el otro, para que me pudiera servir de consejero.
Así emprendí la marcha. Al principio todo fue bien, gracias a Dios, a pesar de los malos
augurios. En efecto, tras las lejanas montañas, descubrimos el sótano en cuestión. Excavé
en él con mis manos y encontré la espada allí escondida.
Pero —y aquello estaba escrito ya— surgió entre nosotros una disputa, cuyo motivo era el
siguiente: ¿Quién debía quedarse con la espada?
Yo persuadía, mi hermano se indignaba, y así discutimos largo rato. Pero por fin inventó el
muy astuto una celada y fingió calmarse.
"Dejemos de discutir inútilmente", me dijo, lleno de gravedad Chernomor, "discutiendo,
lograremos sólo debilitar nuestra alianza. La razón nos aconseja que vivamos en paz. Así es
que mejor será que lo sometamos todo a la suerte, para que ésta decida a cual de los dos
debe pertenecer la espada. Vamos a echarnos, pues, en tierra y a escuchar pegando el oído
al suelo (¡qué cosa no es capaz de inventar el odio!) y el que primeramente oiga un ruido,
aquél será dueño de la espada hasta su muerte".
Y dicho esto se echó a tierra. Y yo, ¡tonto de mí!, imité su ejemplo.
Permanezco echado, pero no oigo nada, aunque empiezo a pensar en engañarle.
¡Pero el engañado fui yo! El enano se levantó y se acercó a mí de puntillas sin hacer ruido.
Brilló en lo alto la afilada espada y antes de que pudiera volverme, rodó mi cabeza,
separada de mis hombros. Pero una fuerza mágica conservó la vida a mi cabeza.
El resto de mi cuerpo se quedó allí, entretejido con hierbas y olvidado del mundo,
descomponiéndose tal vez sin recibir sepultura.
Mi cabeza fue trasladada por el enano a este país solitario, en el que, por designio del
destino, debía yo guardar eternamente la espada que acabas de coger.
¡Oh, guerrero! ¡Que la suerte te proteja! ¡Guárdatela y que Dios te ayude! ¡Quién sabe si
surgirá en tu camino el brujo enano!
Pero si te topas con él, no dejes de vengarme por la mala acción que cometió.
Entonces quedaré satisfecho, podré abandonar ya tranquilo este mundo y mi
agradecimiento será tan grande que me hará olvidar tu bofetón.
CANTO CUARTO
pero el castillo encantado permanece aún silencioso. Chernomor, presa de una ira que no
puede ocultar, yace en la cama, envuelto en su bata y sin su gorro, y resopla enfurecido. Sus
callados servidores se mueven en torno a su barba blanca, en cuyos pelos ondulados intenta
poner orden un peine de marfil. Al propio tiempo, y para mayor eficacia y belleza, vierten
sobre sus infinitos bigotes aromas orientales. Empiezan ya a ponerse en orden sus rizados
bucles, cuando entra de súbito por la ventana una serpiente voladora, haciendo sonar sus
escamas de hierro, que se enroscan en ágiles nudos. Y acto seguido, ante el asombro de los
servidores, se transforma en una mujer, en Naína.
—Te saludo, querido compañero —dice ella—. Hasta ahora sólo por la fama de su nombre
conocía a Chernomor. Pero un destino fatal nos une en el odio común que alienta en
nuestro pecho. Te amenaza un peligro: negros nubarrones se ciernen sobre tu cabeza; y a mí
me arrastra mi honor ofendido, impulsándome a la venganza.
El enano astuto le tiende la mano y recibe la de ella con una mirada llena de falsa
adulación:
—¡Oh, divina Naína! Muy preciosa es para mí tu alianza. Puedes estar segura de que
habremos de reírnos de las astucias del finlandés. Por lo demás no me inspiran temor sus
manejos; es un adversario débil para mí. Para que me comprendas voy a explicarte en qué
consiste la fuerza milagrosa con que me dotó el destino. Mientras la espada del enemigo no
consiga cortar mis barbas, ningún guerrero, por valeroso que sea, ni mortal alguno, podrá
nada contra mis proyectos y deseos; Liudmila permanecerá aquí para siempre; y Ruslán
está destinado a perecer.
La bruja repite sombríamente:
—¡Perecerá! ¡Perecerá!
Y al decir esto, lanza por tres veces un ronco grito, tres veces golpea el suelo y, volviendo a
convertirse en una serpiente negra, desaparece volando.
Vestido con su manto de brocado y oro, el hechicero, animado por las palabras de la bruja,
ha decidido depositar a los pies de su joven prisionera sus bigotes, en prueba de sumisión y
de amor. El barbudo enano se dirige ricamente ataviado a los aposentos de la princesa
pasando por una larga hilera de estancias. Pero no encuentra allí a la muchacha. Se dirige al
jardín, y de allí al bosquecillo de laureles, bordea el lago, mira junto a la cascada, bajo el
puente, en los pabellones... La princesa ha desaparecido sin dejar huellas.
¿Quién podría expresar su sorpresa, su indignación y su ira encendida? Perdiendo la
cabeza, lanza el enano un alarido salvaje:
—¡A mí, a mí! ¡Acudid, siervos! ¡Encontradme inmediatamente a Liudmila! ¡Obedecedme
en el acto! ¡De lo contrario voy a ahorcaros a todos con mis propias barbas!
Voy a decirte ahora, lector, dónde se encontraba la linda muchacha.
Durante toda la noche, unas veces llorando y otras riendo, no había podido menos de
asombrarse ante lo extraño de su suerte. La barba del hechicero la había asustado. Pero ya
conocía a Chernomor, que le había parecido ridículo; y todos sabemos muy bien que lo
ridículo está reñido con lo espantoso. Sólo para ir al encuentro de los rayos matinales se
levantó Liudmila de la cama, y entonces se fijó involuntariamente en los grandes y
límpidos espejos que en la habitación había. Instintivamente empezó a arreglarse con
negligencia sus dorados cabellos, que le caían sobre los hombros en largas trenzas, y
descubrió sus vestidos del día anterior, que estaban en un rincón. Vistióse la muchacha
suspirando y hasta llegó a llorar. Pero aun en medio del llanto no dejaba de lanzar miradas
al espejo; y sucedió que, entre el tumulto de ideas que pasaban por su mente, se le ocurrió
la de probarse el gorro puntiagudo de Chernomor. Todo parecía quieto y nadie la podía
ver... Además ¿ qué gorro no le iría bien a una muchacha de diecisiete años? Las mujeres
nunca se cansan de ataviarse. Liudmila empezó, pues, a manejar el gorro ladeándolo ya a la
derecha, ya a la izquierda, hundiéndoselo hasta las cejas o probándoselo al revés. ¡Y aquí
vino lo maravilloso! Liudmila desapareció del espejo; y volvió a aparecer en él cuando se
puso bien el gorro. Intentó ponérselo al revés y volvió a desaparecer.
—¡Qué bien! —exclamó ella—. ¡Qué contenta estoy, hechicero mío! Ahora ya no te tengo
miedo y me siento aquí en la mayor seguridad.
Y al decir esto la princesa, encendida de alegría, se puso el gorro del malvado brujo al
revés.
Pero volvamos a nuestro héroe. Porque ¿no es vergonzoso que nos ocupemos con tal
atención de un gorro y de una barba, mientras dejamos abandonado a Ruslán a su propia
suerte?
Después de su combate con Rogday, internóse Ruslán en un bosque frondoso. Al cabo de
un rato surgió ante sus ojos un gran valle iluminado por la primera claridad del alba.
Nuestro guerrero quedó sorprendido, y en verdad que tenía para ello razón: el valle había
sido campo de una antigua batalla; todo, hasta la lejanía, aparecía completamente desierto y
sembrado de huesos amarillentos; por doquier se veían corazas, adargas, arneses...; aquí
una mano de esqueleto que empuñaba todavía una espada llena de herrumbre; allí, entre las
hierbas, un casco en el cual se pudría un viejo cráneo...; más allá los restos de un héroe y, al
lado, los de su corcel, rodeados de flechas y lanzas, hundidas en la tierra y cubiertas de
plantas trepadoras. Nadie turba el silencio de aquel desierto y únicamente el sol abrasa con
sus rayos aquel valle de muerte.
El guerrero lo contempla todo, suspirando.
—¡Oh, campo! ¿De quién fueron los huesos que te cubren? ¿A qué héroe perteneció el
caballo que te pisó en el último momento de la sangrienta lucha? ¿Qué guerrero sucumbió
aquí gloriosamente? ¿De quién fueron las últimas plegarias que escuchó el Cielo? ¿Por qué,
¡oh, campo!, permaneces silencioso y cubierto por el musgo del olvido? ¡Acaso no halle
salida yo tampoco y no pueda evitar las eternas tinieblas! ¡Quién sabe si en aquella colina
no irán a enterrar el ataúd de Ruslán!
Pero nuestro guerrero recuerda pronto que a un héroe le hace falta una espada y también
una coraza; y él, después de su último encuentro, ha quedado desarmado.
Inmediatamente se pone a buscar armas, creyendo poder encontrarlas entre los arbustos y
montones de podridos huesos, entre las corazas y los cascos destrozados. Entre tanto, el
campo entero parece revivir y se oyen sones y crujidos... Ruslán levanta del suelo una
adarga y después una coraza, la primera que ve. Encuentra además un cuerno, pero no logra
dar con ninguna espada, pues todas son o demasiado ligeras o cortas en exceso; y es preciso
saber que el príncipe era un joven robusto, en nada parecido a los guerreros de nuestros
tiempos.
Para tener algo en la mano escogió una lanza, púsose la coraza y prosiguió su camino.
Sobre la tierra adormecida palidece ya la aurora, cae una azulada niebla y aparece la blanca
luna. Oscurécense los campos. Ruslán camina pensativo por un sombrío sendero y en la
lejanía, a través de la bruma, divisa una oscura colina. No tarda en advertir que de ella se
escapa un ronco rugido. Se acerca un poco más y ve entonces que la mágica colina parece
moverse y respirar.
Ruslán la examina pacientemente con la mayor atención, pero su caballo se asusta, mueve
las orejas, tiembla y quiere retroceder; agita la cabeza y se le erizan las crines.
De pronto la luna, despejada por completo, ilumina a través de la bruma la extraña colina.
El guerrero mira y contempla algo sorprendente. No sé si encontraré palabras y colores para
describirlo...
Ante él se yergue una Cabeza, una cabeza viva. Sus ojos están cerrados y duermen. La
Cabeza emite un son ronco, y agita el plumaje que lleva en el casco; las plumas, al
moverse, proyectan grandes sombras. Y entonces la Cabeza aparece con toda su horrible
belleza en la extensión de la estepa oscura, destacándose como temible guardián de aquel
desierto silencioso. Surge amenazadora, algo velada por ligeras nubes.
Ruslán la mira indeciso, se acerca más aún, da una vuelta en torno a ella y, deseando
despertarla de su profundo sueño, se para ante sus narices y le hace cosquillas
introduciendo en ellas la lanza.
La Cabeza hace una mueca, arruga la frente, bosteza, abre los ojos... y estornuda.
Sopla entonces un viento huracanado; el campo se estremece, se levanta una nube de polvo.
De cejas, bigotes y orejas salen volando manadas de buhos. Se despiertan los bosques
silenciosos...
A causa del estornudo el caballo de Ruslán se encabrita relinchando, y salta con tal
violencia, que a duras penas puede sostenerse el guerrero sobre la silla.
En aquel momento se deja oír la voz de la Cabeza:
—¿A dónde vas, imprudente guerrero? ¡Vuelve atrás! ¿O no sabes que no tolero bromas y
que me tragaré al osado que quiera jugar conmigo?
Ruslán la mira con desprecio, detiene el caballo y sonríe lleno de arrogancia.
—¿Qué quieres de mí? —prosigue la Cabeza—. ¡Qué extraño visitante me envía el destino!
E, indignándose, le grita:
—¡Fuera de aquí! Es de noche y quiero dormir. ¡Márchate!
Pero el valiente guerrero, al oír tan descorteses palabras, e indignándose a su vez, le
contesta:
—¡Cállate, cráneo vacío! Sé de un proverbio que dice: "Frente grande, pocos! sesos" y otro
conozco aún que dice así: "Voy con cuidado, pero no doy cuartel al quien me planta cara".
Enmudece entonces la Cabeza y tórnase roja de furor; lanzan fuego sus ojos quel se llenan
de sangre; sus labios tiemblan y se cubren de espuma; de su boca y de sus oídos se escapan
nubes de vapor; y con tremenda violencia sopla sobre el príncipe.
En vano procura el caballo resistir haciendo frente a la tromba con su pecho; es arrastrado
por un huracán mezclado con lluvia y queda rodeado de tinieblas. Cegado, atemorizado y
sin fuerzas, corre al campo traviesa, sin encontrar el camino, con la esperanza de salvarse y
de descansar lejos de allí.
Pero el guerrero lo obliga a regresar.
Y les aguarda la misma suerte; otra vez es rechazado el guerrero. Pierde ya la esperanza de
triunfar.
Mientras tanto, la Cabeza se burla de él riendo a carcajadas.
—¡Ja, ja! ¡Vaya un héroe! ¡Vaya un guerrero!... ¡Eh! ¿A dónde vas tan aprisa? ¡Aguarda!
¡Párate! ¡Sé valiente, buen guerrero, e intenta cuando menos alcanzarme con tu lanza antes
de que se te muera el caballo!
Y al decir esto, le enseña burlonamente su horrible lengua.
Ruslán, profundamente ofendido, pero no dejando traslucir su indignación, primero la
amenaza blandiendo la lanza sin decir palabra, y luego, escogiendo un momento que le
parece propicio, la arroja con gran fuerza. El arma tiembla, vuela y se hunde en la lengua de
la que sale en el acto un torrente de sangre.
La Cabeza, sorprendida y atormentada por un inmenso dolor, pierde su anterior arrogancia,
mira con asombro al intrépido guerrero y palidece de rabia mordiendo el hierro de la lanza.
Aprovechando la ocasión, nuestro valiente guerrero salta como un azor hacia la Cabeza, y
con su diestra poderosa, armada con el guante de hierro, le da un tremendo bofetón.
El eco repite el golpe, que resuena por toda la amplitud de la estepa. La sangre mancha la
hierba en torno a la Cabeza, que se tambalea y rueda, haciendo sonar con estrépito su casco.
Entonces, en el lugar que ocupaba aquélla, ve el guerrero una enorme espada. La coge
sonriendo y se precipita sobre la Cabeza con la terrible intención de cortarle la nariz y las
orejas.
Ya levanta la mano. La espada centellea.
Pero se para al oír el gemido lastimero y suplicante de la Cabeza.
Baja la espada. Desaparecen su ira y su afán vengativo, ablandados por la súplica.
Así se derrite el hielo en los campos bajo el sol del mediodía.
—Tu mano, ¡oh héroe!, me ha hecho comprender —dijo la Cabeza, suspirando— que soy
culpable ante ti. Desde ahora me someto, pues, a tu voluntad. ¡Pero sé¡ magnánimo,
guerrero! Mi suerte merece, en verdad, tu compasión.
En mis tiempos yo también fui un guerrero valeroso, y jamás encontré quien me superara
en las batallas. Y hoy seguiría siendo feliz si no hubiera tenido un rival en la persona de mi
hermano menor. ¡Oh. sanguinario y vengativo Chernomor! ¡Tú eres el culpable de todas
mis desdichas! ¡Tú que naciste enano y con una barba descomunal, has sido la deshonra de
toda nuestra familia!
Desde pequeño sintióse él envidioso de mi gigantesca estatura y por ello me empezó a odiar
desde la infancia. Yo era grande, pero en extremo confiado; y aquel infeliz, a pesar de su
ridícula pequeñez, pues se trataba de un auténtico enano, era listo como el propio diablo.
Debes saber, además, que toda su fuerza reside en su barba milagrosa, y desdeña los
peligros porque sabe el malvado que a nadie puede temer mientras conserve intacta su
barba.
Pero una vez, fingiéndome amistad, me dijo:
"Oye, no me niegues un favor. He descubierto en unos libros que tras unas montañas, allá
en Oriente, en las apacibles orillas del mar, y guardada tras pesados cerroios, en un sótano
oscuro, hay una espada. Pues bien: las líneas secretas de aquel libro me han revelado que
dicha espada nos debe ser fatal por designio del cielo, y que por ella hemos de perecer,
cortándome a mí la barba y a ti la cabeza. Y con esto puedes ya comprender lo importante
que es para nosotros apoderarnos de este engendro de los espíritus malignos."
"Bueno", dije yo al enano, "no veo en ello inconveniente ni dificultad alguna. Me tienes
dispuesto a hacerlo. ¡Iré a buscarla hasta el fin del mundo si es preciso!"
Arranqué un pino, me lo cargué sobre uno de mis hombros, e hice sentarse a mi hermano
sobre el otro, para que me pudiera servir de consejero.
Así emprendí la marcha. Al principio todo fue bien, gracias a Dios, a pesar de los malos
augurios. En efecto, tras las lejanas montañas, descubrimos el sótano en cuestión. Excavé
en él con mis manos y encontré la espada allí escondida.
Pero —y aquello estaba escrito ya— surgió entre nosotros una disputa, cuyo motivo era el
siguiente: ¿Quién debía quedarse con la espada?
Yo persuadía, mi hermano se indignaba, y así discutimos largo rato. Pero por fin inventó el
muy astuto una celada y fingió calmarse.
"Dejemos de discutir inútilmente", me dijo, lleno de gravedad Chernomor, "discutiendo,
lograremos sólo debilitar nuestra alianza. La razón nos aconseja que vivamos en paz. Así es
que mejor será que lo sometamos todo a la suerte, para que ésta decida a cual de los dos
debe pertenecer la espada. Vamos a echarnos, pues, en tierra y a escuchar pegando el oído
al suelo (¡qué cosa no es capaz de inventar el odio!) y el que primeramente oiga un ruido,
aquél será dueño de la espada hasta su muerte".
Y dicho esto se echó a tierra. Y yo, ¡tonto de mí!, imité su ejemplo.
Permanezco echado, pero no oigo nada, aunque empiezo a pensar en engañarle.
¡Pero el engañado fui yo! El enano se levantó y se acercó a mí de puntillas sin hacer ruido.
Brilló en lo alto la afilada espada y antes de que pudiera volverme, rodó mi cabeza,
separada de mis hombros. Pero una fuerza mágica conservó la vida a mi cabeza.
El resto de mi cuerpo se quedó allí, entretejido con hierbas y olvidado del mundo,
descomponiéndose tal vez sin recibir sepultura.
Mi cabeza fue trasladada por el enano a este país solitario, en el que, por designio del
destino, debía yo guardar eternamente la espada que acabas de coger.
¡Oh, guerrero! ¡Que la suerte te proteja! ¡Guárdatela y que Dios te ayude! ¡Quién sabe si
surgirá en tu camino el brujo enano!
Pero si te topas con él, no dejes de vengarme por la mala acción que cometió.
Entonces quedaré satisfecho, podré abandonar ya tranquilo este mundo y mi
agradecimiento será tan grande que me hará olvidar tu bofetón.
CANTO CUARTO