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Ruslán Y Liudmila QUINTO

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Приветствую Вас, Гость · RSS 24.04.2024, 02:20



 Carta de Todos los Mundos

Ruslán Y Liudmila CANTO PRIMERO

CANTO SEGUNDO

CANTO TERCERO

CANTO CUARTO
CANTO QUINTO
 
¿Quién ha hecho sonar el cuerno? ¿Quién ha retado al hechicero a un combate  implacable?
¿Quién ha atemorizado al malhechor?
Ha sido Ruslán. Impaciente en su deseo de venganza, ha llegado a la morada de l enano. 
Ya  está  el  guerrero  al pie de  la montaña  y  su  cuerno  retador  suena  como  la  tempestad, 
mientras  su caballo se  impacienta y golpea  la nieve con sus cascos poderosos.  El príncipe
espera al enano. De pronto queda sorprendido por un  ruido  semejante a un trueno. Ruslán
levanta  su mirada  indecisa  y ve que por  encima de  su  cabeza vuela  el  enano Chernomor, 
amenazándole  con  una  enorme  maza.   Ruslán  se  cubre  con  su  adarga,  se  inclina  y, 
blandiendo  la  espada,  se  prepara  para  asestar  el  golpe.  Pero  el  otro  se  levanta  hasta  las
nubes  y  desaparece  por  un  instante,  para  precipitarse  de  nuevo  sobre  el  príncipe.  El
guerrero se aparta ágilmente y el brujo se precipita contra el suelo, hundiéndose en la nieve;
y  allí  se  queda  sentado  sin  poder  moverse.  Entonces  Ruslán  salta  silenciosamente  del
caballo,  se  aproxima  a  él  y  lo  agarra  por  la  barba.  El  hechicero  gime,  hace  un  terrible
esfuerzo y de pronto se levanta y vuela con Ruslán... 
El veloz corcel los mira. Ya está el hechicero en las nubes con el guerrero suspendido de su
barba.  Ambos  vuelan  sobre  los  sombríos  bosques,  vuelan  por  encima  del  mar,  Ruslán, 
entorpecido,  se  aferra  a  la barba del malhechor. Mientras  tanto,  sintiendo que pierde  sus
fuerzas,   pero  sin  dejar  de  volar,  el  hechicero,   asombrado  ante  la  fuerza  del  ruso,   dice
pérfidamente al arrogante mancebo:
—¡Escucha, príncipe! No  temas  ya  nada de mí;  respetaré  tu  juventud y  tu  valor. Todo  lo
olvidaré, te perdonaré y te dejaré en tierra, pero con una condición...  
 
—¡Cállate,  astuto  hechicero! —le  interrumpe  nuestro mancebo—.  ¡ Ruslán  no pacta  con
Chernomor, con el torturador de su esposa!  ¡Esta espada mía castigará al  raptor; y aunque
sigas volando hasta que surja la estrella de la noche, te quedarás sin barba! 
El miedo se apodera de Chernomor. Pero,  impotente en su  furia, y cansado ya, sacude con
violencia su luenga barba. Ruslán no la suelta de las manos y aún de vez en cuando arranca
de ella algunos pelos. 
Durante dos días vuela así el hechicero con nuestro héroe; pero al tercero le implora gracia:
—¡Guerrero! ¡Ten piedad de mí! ¡Casi no respiro!  ¡Ya no puedo más! ¡Déjame  con vida, 
estoy a tu merced! ¡Basta que lo ordenes y bajaré adonde quieras!... 
—¡Por fin te tengo! ¡Ríndete ante la fuerza de un ruso! ¡Llévame ante mi Liudmila! 
Chernomor  le  escucha humildemente y,  con  la  carga del  guerrero,  se dirige  a  su morada. 
Vuela,  y  en un momento desciende  entre  sus  tristes bosques. Entonces Ruslán  empuña  la
espada, y sin dejar de agarrar  la barba con  la otra mano,  la corta como si  fuera un manojo
de hierbas y la separa de la cabeza. 
—¡Ahora ya sabes quien soy! —le dice con crueldad—. Dime, animal  feroz, ¿ dónde están
ahora tu belleza y tu fuerza?
Y ata la barba a su alto casco. Llama luego a su fiel caballo, que corre hacia él relinchando. 
Nuestro guerrero mete en el saco que lleva atado a la silla al enano, más muerto que vivo, y
sin perder momento  asciende por  la  abrupta montaña  y  corre  con  júbilo  hacia  el  castillo
encantado. 
Los  sirvientes  negros  y  las  tímidas  esclavas,  al divisar desde  lejos  el  casco  adornado de
cabellos,  demostración segura de la victoria del guerrero,  corren a esconderse en abigarrada
confusión  y  desaparecen  cual  fantasmas.El  héroe  se  pasea  solo  por  las  soberbias
habitaciones llamando a su amada. Pero sólo le contesta el eco de las bóvedas silenciosas. 
Preocupado e impaciente, Ruslán abre la puerta del jardín. Camina,  busca por todas partes y
no  la  encuentra. Preocupado, mira  en  torno  suyo:  todo parece muerto. Los bosques  están
silenciosos, vacíos  los pabellones; ni en  los desfiladeros, ni en  los valles encuentra huellas
siquiera de Liudmila. Nada oye. 
El príncipe se estremece.  Parécele como si se apagara la luz del día; le asaltan las ideas más
sombrías...  ¡Quizás  la  desaparición...  el  cautiverio!...  ¡Quién  sabe  si  en  cierto  momento
aquellas aguas!... 
 
Así  permanece  nuestro  guerrero,  cabizbajo  y  sumido  en  sombrías  reflexiones.  Se  siente
presa de un  temor  indefinido. Se para  como petrificado,  con  la mente ofuscada, y por  su
sangre corre el fuego del veneno de un amor desesperado. 
Mas de pronto parécele como si  le besara  la  sombra de su amada princesa... Y el guerrero
vuelve de nuevo a recorrer  los jardines.  Desesperado,  vuelve a  llamar a Liudmila,  arranca
peñas,  todo  lo  destruye;  con  la  espada  hace  trizas  los  pabellones;  bajo  sus  golpes  caen
árboles  y bosques,  y  los puentes desaparecen  sumergidos  en  las olas;  la  estepa parece un
desierto; golpes y crujidos se oyen a gran distancia. 
Por todas partes  se oye el  ruido de  la espada. El maravilloso dominio queda devastado. El
guerrero busca, enloquecido, a  sus víctimas,  y hace girar el arma a derecha y  a  izquierda, 
cortando  el aire...  Y he aquí que de pronto un  inesperado golpe de  la espada hace caer el
último obsequio de Chernomor a la princesa. 
Desaparece en el acto la fuerza del encantamiento. Liudmila aparece presa en la red. 
No dando fe a sus propios ojos y ebrio de una dicha tan  inesperada, nuestro guerrero cae a
los pies de su  fiel e  inolvidable compañera,  le besa  las manos,  rompe  las redes y  llora de
emoción. Vuelve a llamarla.  Pero la princesa duerme.  Sus ojos y sus labios están cerrados y
un dulce sueño agita su joven pecho. Ruslán no aparta de ella  la mirada. Vuelve a sentirse
torturado por la angustia... pero oye de pronto la voz de su bienhechor el finlandés:
—¡Ánimo, príncipe! Prepárate para emprender el regreso con Liudmila. No te preocupe su
sueño.  Infunde nueva fuerza a tu corazón y mantente fiel a tu amor y a tu honra.  El rayo de
Dios caerá sobre el maleficio, volverán tiempos de paz y laj princesa despertará de su sueño
encantado en Kiev, y en presencia de Vladimir. 
Reanimado  por  aquella  voz,  Ruslán  coge  en  sus  brazos  a  su  esposa  y  abandona
plácidamente aquellas alturas, bajando a los valles solitarios. 
En silencio, y con el enano atado a  la silla, emprende el  regreso. Liudmila descansa en sus
brazos, fresca como la aurora; su cabeza reposa sobre el hombro del guerrero. El viento del
desierto  juguetea  con  los bucles de  sus  cabellos,  y  sus  labios murmuran  el  nombre de  su
esposo. 
Ruslán, en su dulce ensimismamiento, percibe su aliento delicioso, su sonrisa, sus  lágrimas
y sus apagados gemidos. 
Y el guerrero prosigue noche y día su camino por valles y montes. Aún está lejos el término
y la doncella continúa dormida.
 
Surge  ante  ellos  un  valle  en  el que  crecen  escasamente  algunos pinos;  en  el  horizonte  se
divisa sobre el fondo claro del cielo azul una redonda colina. Ruslán adivina que se acerca a
la Cabeza. Su caballo acelera el  trote. Ya se ve claramente el milagro de  los milagros.  La
Cabeza  le  mira  fijamente.  Sus  cabellos,  que  le  crecen  sobre  la  vasta  frente,  semejan  un
oscuro  bosque.  Pero  su  rostro  aparece  inánime  y  pálido,  como  cubierto  de  una  capa  de
plomo. Tiene abierta  la enorme boca y se ven sus dientes apretados... Pesa sobre  la Cabeza
el último de sus días. El guerrero corre hacia ella, llevando consigo a la princesa y al enano
atado a la silla, y le grita:
—¡Te saludo,  Cabeza! ¡Aquí estoy! ¡El que te traicionó ha recibido ya su castigo! ¡Mira!
¡Aquí lo llevo! ¡El infame es ahora nuestro prisionero! 
Estas palabras del príncipe reaniman a la Cabeza; recobra los sentidos y, como despertando
de un sueño, le mira; y lanza un terrible gemido al reconocer al guerrero y adivinar la suerte
de su hermano.  Se  le hinchan  las narices, vuelven a coloreársele  las mejillas y en  sus ojos
furibundos  se  refleja  una  última  llamarada de  furor.  En  su muda  rabia  hace  rechinar  sus
dientes y balbucea con su lengua ya inánime denuestos ininteligibles. 
Pronto  debían  concluir  sus  prolongados  sufrimientos.  Su  frente  se  enfrió,  su  respiración
fatigosa  hízose  más  lenta,  y  el  príncipe  y  Chernomor  no  tardaron  en  asistir  a  las
convulsiones de la agonía... Y quedó dormida en el eterno sueño. 
El guerrero se apartó silenciosamente de  la Cabeza: el  enano, que temblaba atado a la silla, 
no se atrevía a moverse ni a respirar y en el idioma de  la magia negra rezó fervorosamente a
los demonios. 
 

 
En el declive de  las sombreadas orillas de cierto  río hasta ahora sin nombre,  se  levantaba
una casita con techumbre derruida, rodeada de frondosos pinos y oculta en la frescura de un
bosque. 
La apacible corriente del río  lamía el  seto con sus perezosas olas, murmurando a  la caricia
de  un  fresco  céfiro.  El  valle  eraj  solitario,   sombrío  y de  los más  apartados,  Parecía que
hubiera reinado allí el silencio más absoluto desde la mismísima creación del mundo. 
Ruslán  había  hecho  detenerse  a  su  caballo.  Todo  estaba  tranquilo  y  reinaba  la  paz  más
absoluta. El valle y el bosque de junto al río aparecían envueltos en la bruma matutina.
 
Depositó Ruslán  a  su  esposa  en  tierra,  sentóse  junto  a  ella  y,  en  silencio,  susp iró  triste y
tiernamente. 
Ve  de  pronto  la  vela  de  una  barca  y  oye  la  canción  de  un  pescador  que  resuena  por  la
superficie de las tranquilas aguas. 
El  pescador,  arrastrando  las  redes  e  inclinado  sobre  los  remos,  se  dirige  hacia  la  orilla
cubierta de bosques, acercándose a la humilde cabana. El príncipe ve cómo amarra la barca
en  la orilla. Una muchacha  sale de  la cabana y corre al encuentro del pescador. Su cuerpo
esbelto,  sus  cabellos  en desorden,  su  tímida mirada,  todo  es  tan  gracioso que  cautiva  las
almas sin querer. Se abrazan y se sientan junto a  las  frescas aguas. Ha  llegado para ellos  la
hora de la charla y del descanso. 
Pero nuestro joven guerrero,  sentado allí junto a su amada, y en su muda sorpresa, ¿a quién
reconoce en aquel feliz pescador?
Pues  al khan de  los kazares,  al  glorioso Ratmir,  su  joven  rival de  amor  y de  sangrientas
luchas,  a  Ratmir,  que  en  aquel  lugar  despoblado  se  ha  olvidado  de  la  hermosísima
Liudmila. 
El  héroe  se  acerca  a  él,  y  también  aquel  hombre  retirado del mundo  reconoce  a Ruslá n y
corre a su encuentro. Se oye una exclamación... El príncipe abraza al joven khan. 
—¿Qué  ven mis ojos? —pregunta  el  héroe—.  ¿Qué  haces  aquí?  ¿Has  huido  acaso de  la
vida agitada de las batallas, dejando abandonada tu espada victoriosa?
—¡Amigo! —le  contesta  el pescador—.  Mi  alma  estaba  cansada de  las  vanas  y  fugaces
ilusiones de  la gloria guerrera.  Puedes creer que  las distracciones  inocentes,  el amor y  los
bosques apacibles me gustan cien veces más. Ahora, al haber perdido aquel afán de  luchar, 
ya  no  pago  tributos  a  la  locura,  disfruto  de  una  felicidad  amable,  y  ¿creerás,  buen
compañero, que todo lo he olvidado ya... hasta los encantos de Liudmila?... 
—¡Querido khan! ¡Me alegro por ti! —le dice Ruslán—. Porque la traigo conmigo. 
—¿Es posible? ¿Cómo ha sido esto? ¿Qué escucho? ¿Dónde está? Yo tengo ya una esposa
a la que quiero. Ha sido ella la causa de mi feliz transformación. ¡Ella representa ahora para
mí toda mi alegría, mi vida entera! Ha sido ella la que me ha devuelto mi perdida juventud, 
la que me ha traído  la paz y  la que me ha hecho conocer el verdadero amor. Doce eran  lasj
doncellas  que  me  enamoraban;  pero  a  todas  las  abandoné  por  ésta.  Abandoné  su  alegre
castillo,  oculto  entre bosques del  robles.  Abandonados quedaron mi  espada  y mi pesado
casco,  me  olvidé  de  la  gloria  y  de  mis  enemigos. Me  convertí  en  pacífico  y  anónimo 36
 
anacoreta,  y  permanecí  en  este  lugar  tranquilo  y  solitario...  ¡contigo,  querida  esposa, 
contigo, luz de mi alma!... 
La  pastora  escuchaba  sonriendo  y  suspirando  la  franca  conversación  de  los  amigos  y
miraba cariñosamente al khan de los kazares. 
El  pescador  y  el  guerrero  permanecieron  hasta  entrada  la  noche  sentados  en  aquellas
riberas, hablando animadamente y a corazón abierto. 
Las horas  transcurren veloces. Oscurécense ya el bosque y  las montañas. Asciende  la  luna. 
Todo se sumerge en una paz todavía mayor. 
El  héroe  se da  cuenta de que  ya debería  haber  emprendido  la marcha. Cubriendo  con un
manto  a  la doncella dormida,  Ruslán monta  a  caballo.  El khan  le  sigue pensativo,  con  la
vista,  y con toda el alma  le desea  fama, victorias,  felicidad y amor; pero el  recuerdo de  los
años de su gallarda juventud le llena de tristeza. 

 
El  indigno  buscador  de  la  princesa  y  anónimo  Farlaf,  al  renunciar  a  la  fama,  se  había
marchado a un lugar desierto y también tranquilo, en el que no dejaba de aguardar a Naína. 
Por fin llegó la hora solemne. 
La bruja se presentó ante él y le dijo: —¿Me reconoces? ¡Pues ensilla el caballo y sigúeme! 
Y  dicho  esto,  la  bruja  se  transformó  en  una  gata.  El  caballo  estaba  ensillado  ya.  La
hechicera  se puso  en  camino  y  empezó  a  atravesar  los  lúgubres  senderos de  los bosques
seguida por Farlaf. 
 

 
El tranquilo valle estaba sumido en un sueño profundo y envuelto en la niebla nocturna.  La
luna  corría  de  una  nube  a  otra,  iluminando  una  colina,  al  pie  de  la  cual  estaba  sentado 37
 
Ruslán,   silencioso  y  sumido  en  su  eterna  melancolía.  Junto  a  él  yacía  la  princesa,  que
continuaba dormida. 
Ruslán se hallaba abstraído en una profunda meditación; unas tras otras acudían  las  ideas a
su mente;  pero  todas  se  referían  al  sueño  aquél, que  le  abanicaba  con  sus  frías  alas. Por
último, miró desesperadamente a la joven muchacha y, fatigado, dejóse caer a sus pies y se
durmió a su vez. 
Y tuvo un sueño. 
Ve a la princesa junto a un precipicio, pálida e inmóvil... Un momento después desaparece, 
y se queda solo. Desde el  fondo del precipicio  llega  la débil y conocida voz de  su esposa, 
que  le  llama; Ruslán se  lanza hacia ella y rueda en  las tinieblas... Encuéntrase de pronto en
los  aposentos  de  Vladimir,  rodeado  de  viejos  guerreros  —sus  doce  hijos  —y  de  una
multitud de  invitados. Todos  están  sentados  a  la mesa,  reunidos  en  consejo de  guerra. El
viejo  príncipe  parece  tan  furioso  como  el  desdichado  día  de  la  separación.  Todos
permanecen inmóviles, sin atreverse a turbar el silencio.  No se oyen risas, como antes, y laj
gran copa no gira como antaño. Entre  los;  invitados está también Rogday, el guerrero que
cayó muerto en  la  lucha; pero ahora  lo ve sentado como si estuviera vivo; Rogday bebe en
su vaso espumeante,  está contento y parece no reconocer al sorprendido Ruslán.  El príncipe
ve  también al joven khan y a algunos otros de sus amigos y enemigos. Entretanto, suenan
las notas fugaces del salterio y se ove la voz del adivino,  cantor de héroes y de memorables
hazañas.  En  el  aposento  entra  Farlaf,  trayendo  de  la  mano  a  Liudmila.  Pero  el  viejo
príncipe,  aunque lo ve,  no se mueve y permanece callado y cabizbajo. También enmudecen
los demás príncipes y boyardos, como ocultando sus pensamientos. 
Y, de súbito, desaparece todo. El príncipe se estremece,  siente un frío mortal en el corazón, 
y vierte, dormido, abundantes lágrimas. 
—¡No debe  ser más que  un  sueño! —-murmura  confusamente.  Pero  a pesar de  todo  no
puede escapar a un funesto presentimiento. 
La  luna  ilumina  apenas  la  montaña;  los  bosques  están  envueltos  aún  en  tinieblas;  y  la
llanura permanece silenciosa... El traidor  se acerca cabalgando. Entra  en el valle,  divisa  la
colina y ve a Ruslán dormido a  los pies de Liudmila y al caballo del guerrero, paciendo no
lejos de allí. 
Farlaf los contempla con temor; la bruja ha desaparecido en las sombras. Se pone a temblar, 
su corazón parece cesar de latir, deja caer de sus frías manos las bridas de sú corcel... 
Luego desenvaina la espada con cuidado y se dispone a partir en dos al guerrero, de un solo
golpe y sin que entre los dos haya habido lucha.
 
Ya se acerca... 
El caballo de Ruslán,  adivinando en Farlaf a un enemigo, se pone a relinchar y a golpear la
tierra. Mas todo es en vano: Ruslán no despierta; su pesadilla le tiene a letargado. El traidor, 
animado por  la bruja, hunde  tres veces con su miserable mano  la  fría hoja en el pecho del
héroe... 
Poco después huye tembloroso con su valiosa presa. 
 

 
Durante toda  la noche  la sangre de Ruslán corrió al pie de  la colina. Volaban  las horas. La
sangre  corría  como  un  río  de  sus  heridas  inflamadas.  Al  rayar  el  día  abrió  sus  ojos
oscurecidos y, gimiendo débilmente, intentó levantarse. Miró en torno suyo y cayó inmóvil, 
sin vida... 
 
 
¿Dónde estábamos? ¿Y Ruslán?
Yace muerto en el campo. La sangre no corre ya. Vuela por encima de él un cuervo rapaz. 
Pero no suena el cuerno ni se mueve el casco ni la coraza. 
En torno a Ruslán se pasea su caballo con la cabeza inclinada y los ojos apagados; ya no se
agitan sus doradas crines, no  juguetea ya ni corre: sólo espera que se levante su dueño. Pero
el  frío  sueño del príncipe  es muy profundo,  y mucho  tiempo pasará  antes de que pueda
manejar la adarga. 
¿Y Chernomor? ¿Qué hace? Pues, olvidado por la bruja, continúa en el saco, atado a la silla
y  sin  darse  cuenta  aún  de  lo  ocurrido.  Cansado,  con  ganas  de  dormir,  aburrido  y
exasperado, maldice a la princesa y al guerrero. 
Pero como pasa el tiempo y nada oye, decídese a echar una mirada en torno suyo.  39
 
Y ¡cosa sorprendente! Ve al guerrero muerto, en medio de un charco de sangre. Y observa
también que Liudmila ha desaparecido y que el campo está desierto.  El malhechor empieza
a temblar de alegría y se dice:
—¡Ya está! ¡Soy libre!
Pero el viejo enano se equivoca. 
 

 
Mientras  tanto,  Farlaf,  siguiendo  el  consejo  de  Naína,  se  dirige  a  Kiev  con  Liudmila
dormida. Temeroso y esperanzado, vuela galopando. 
Ya se divisan  los olas del Dniéper, que corren ruidosamente  a través de  los  trigales; ya se
distingue la ciudad de cúpulas doradas... 
Ahora Farlaf  cabalga por  las  calles.  La  gente que  ha  logrado  verle desde  los  cultivos  le
sigue corriendo y se apresura a dar la alegre noticia al padre. 
El traidor está ya a las puertas de palacio. 
En  aquellos momentos  Vladimir  el Sol,  con  el  alma  siempre  acongojada,  está  sentado  en
sus  aposentos,  torturándose  con  sus  constantes  y  amargas  ideas.  Le  acompañan  sus
boyardos y guerreros, cuya expresión continúa siendo triste y grave. 
De pronto se oye un griterío; y un  inusitado alboroto se  levanta en  la entrada del palacio... 
Se  abre  una  puerta  y  aparece  ante  sus  ojos  un  guerrero  desconocido.  Se  levantan
cuchicheando... Y, de repente, empiezan todos a gritar llenos de sorpresa: 
—¡Ha llegado Liudmila! ¡Farlaf! ¿Eres tú?
Trasmudado  el  semblante,  el  viejo príncipe  se  levanta del  sillón  y  con pesados pasos  se
precipita hacia su hija. Se acerca. Quiere palparla con sus propias manos. Pero la muchacha
de nada se da cuenta y sigue durmiendo su sueño encantado en brazos del asesino. Todos
miran al viejo príncipe Vladimir y, confusos, quedan esperando. 
El anciano permanece un momento callado, y de súbito  lanza sobre el guerrero una mirada
inquieta. 
 
Pero éste se lleva astutamente el dedo a los labios y dice:
—¡Liudmila duerme! ¡Así la encontré hace poco en los solitarios robledales de Murom  y en
brazos de un demonio de  los bosques!... Lo que sucedió allí  fue tremendo... Luchamos tres
días: tres veces la luna se levantó para iluminar nuestro combate. Por fin cayó él,  y la joven
princesa, sumida en un profundo sopor, quedó en mis manos...  Pero quién podrá despertarla
de  su  larguísimo  y  maravilloso  sueño,  es  cosa  que  yo  no  sé;  las  leyes  del  destino
permanecen ocultas, y, para consolarnos, sólo nos quedan la esperanza y la paciencia. 
Muy pronto la terrible noticia se propagó por toda la ciudad y la muchedumbre se agolpó en
la plaza. 
Para todo el mundo están abiertas  las puertas de palacio. La gente se agita y se precipita al
lugar donde,  sobre  un  alto  catafalco  cubierto de  rico brocado, descansa  la princesa  en  su
profundo sueño.  Príncipes y guerreros la rodean, sumidos en honda tristeza.  Suenan junto a
ella cuernos,  tímpanos, salterios y tamboriles. Rendido por el dolor, el viejo príncipe  llora
silenciosamente, y caen sus niveos cabellos a los pies de su hija. 
Junto a él, cubierto el  semblante de mortal palidez,  está Farlaf. Arrepentido y  furioso a un
tiempo, tiembla, perdida todaj su arrogancia. 
Llega la noche. Pero nadie duerme en la ciudad. Todos se apretujan gritando y comentando
el milagro. 
Pero tan pronto como ha desaparecido la luz del cuarto menguante ante la faz del alba, toda
la  ciudad de Kiev  se  agita  a  causa de  nuevas  noticias  alarmantes. De  todas partes  llegan
ahora  el  griterío  y  el  alboroto.  Los  habitantes  de  Kiev  se  agolpan  ante  los  muros  de  la
ciudad  y  desde  allí  presencian  este  cuadro:  a  través  de  la  bruma  matutina  descúbrense
claramente blancas tiendas de campaña  en  la orilla opuesta del  río; centellean  las adargas, 
por  el  campo  galopan  los  jinetes  y  a  lo  lejos  se  ve  como  se  aproximan  los  carros  de
combate,  levantando  negras  nubes  de  polvo;  en  las  cimas  de  las  montañas  se  ven  arder
hogueras. ¡Oh, desgracia! ¡Se han sublevado los pechenegos! 
 

 
Mientras tanto, el sabio finlandés, poderoso señor de los espíritus, aguardaba tranquilo en el
desierto la llegada inevitable del día fijado desde hacía mucho tiempo por el destino.
 
Existe  un  valle  milagroso,  rodeado  de  abrasadoras  estepas,  protegidas  por  abruptas
cordilleras, morada de vientos y tempestades; un valle existe en el cual a la caída del sol no
se atreve a penetrar siquiera la mirada de la bruja. 
Por  aquel  valle  corren  los  arroyuelos. Uno de  ellos  lleva  "agua de  la  vida", que murmura
saltando alegremente sobre las piedras.  Y el otro lleva el "agua de la muerte".  Reina allí un
profundo  silencio.  Duermen  los  vientos,  no  sopla  la  fresca  brisa  primaveral,  se  yerguen
inmóviles  los pinos  seculares,  los pájaros  no  revolotean,  y  el  ciervo  no  se  atreve  a beber
aquellas aguas misteriosas; ni aun en  los días más sofocantes del verano. Custodia aquellas
riberas desde el principio de los siglos una silenciosa pareja de espíritus. 
A  ellos  se  presentó,  pues,  el  anacoreta,  llevando  en  las  manos  dos  jarros  vacíos.  Los
espíritus despertaron de su sueño, pero, al verlo, se alejaron llenos de temor. 
Inclinándose el anacoreta,  sumergió en  las vírgenes aguas  sus dos  jarros y, hecho esto, se
elevó y desapareció en los aires. 
En un instante compareció en el valle, donde yacía inmóvil Ruslán, bañado en su sangre. 
El  anciano  se  acercó  al  guerrero,  le  roció  con  unas  gotas  del  "agua  de  la  muerte"  y|  al
momento  se  cicatrizaron  las heridas. Y  el  cuerpo del mancebo pareció  revivir  em  toda  su
belleza. Roció  luego el hechicero al príncipe con unas gotas de  "agua de  la vida" y Ruslán
se  levantó  animoso,  con  fuerzas  nuevas,  rebosante  de  juventud,  y  contempló  con  ávida
mirada la luz del día. Lo sucedido le parecía ahora una pesadilla. 
Pero ¿y Liudmila?... ¡Está solo!... Su corazón deja de latir... 
Se  estremece  de  pronto,  sin  embargo,  al  oír  la  voz  del  finlandés,   que  le  llama  y  que, 
abrazándole, le dice:
—¡Se ha cumplido  lo que estaba escrito! Te  espera  la  felicidad, pero te aguarda antes una
sangrienta batalla, en la que tu espada caerá como la tormenta sobre tus enemigos. Después
gozará  Kiev  de  una  dulce  paz.  Allí  encontrarás  entonces  a  tu  esposa.  Toma  esta  sortija
sagrada.  Toca  con  ella  la  frente  de  Liudmila  e  instantáneamente  perderá  su  fuerza  el
encantamiento.  Ante  ti  temblarán  tus  enemigos.  La  paz  quedará  restablecida  y  se
desvanecerá  la enemistad. ¡Sed,  pues,  felices  los dos! Y ahora, ¡adiós, querido guerrero, y
para mucho tiempo! Dame la mano...  nos volveremos a ver al otro lado de la tumba...  antes
no. 
Dicho esto, el anciano desapareció, esfumándose. 
 
Loco de alegría,  Ruslán,  nacido a una vida nueva, hace un gesto como queriendo detenerle, 
pero nada se oye ya.  El guerrero se encuentra solo en el campo. El,  caballo, con  el enano
atado a la silla, se encabrita y corre impaciente junto a él, agitando las crines y relinchando. 
El príncipe, que ya  lo espera, monta sano y  salvo y vuelve a galopar  a través de montes y
selvas. 

 
Por el mismo tiempo la asediada ciudad de Kiev presentaba un aspecto vergonzoso. 
El pueblo, desesperado, contempla desde muros y torres  los campos devastados y aguarda
con terror el castigo del Cielo. Los habitantes  lloran silenciosamente en sus casas y junto a
los depósitos de trigo. 
Vladimir, solo, reza  fervorosamente al  lado de su hija; una multitud de valerosos guerreros
se prepara para la sangrienta lucha en unión de las fieles tropas de los príncipes. 
 

 
Y  llega  el  día  en  el  cual  las  vastas  e  incontenibles  masas  de  enemigos  se  ponen  en
movimiento; bajan de  las  lomas  e,  irrumpiendo  en  el  valle,  se  acercan  a  los muros de  la
capital. 
En  la  ciudad  suenan  las  trompetas,  los  combatientes  cierran  sus  filas  y  se  precipitan  al
encuentro del temible enemigo. Y se entabla el combate. 
Olfateando  la  muerte,  los  caballos  se  encabritan;  empiezan  a  sonar  espadas  y  corazas;
silban  nubes de  flechas y  la  sangre  inunda  el  campo. Los  jinetes  intervienen  y  chocan  en
abigarrada confusión. 
Combaten por un lado las filas una  frente a otra; más allá lucha un soldado de a caballo con
otro de a pie; aquí galopa asustado un corcel sin jinete. 
Allí yace un ruso,  acullá un pechenego.  Allí se oyen gritos de victoria, aquí se emprende la
fuga. 
 
Allí  un  combatiente  ha  caído muerto de un  golpe de maza,  aquí otro yace  atravesado por
una  flecha  veloz  y,  más  cerca  todavía,  se  ve  un  caballo  enloquecido  pisoteando  a  un
luchador derribado. 
La  batalla  dura  hasta  entrada  la  noche,  pero  ni  el  enemigo  ni  los  de  Kiev  consiguen  la
victoria. 
Los  combatientes duermen  fatigados  entre montones de  ensangrentados  cadáveres,  y  sólo
llegan del campo de batalla lamentos y oraciones de guerreros. 
 

 
Palidecen las sombras; empiezan a brillar las aguas del río y nace un día gris, con un oriente
brumoso. Montes y bosques  empiezan  a  clarear y  se despierta  el  cielo. Pero  el  campo de
batalla permanece todavía dormido. 
Mas de pronto  se  anima  con  gran  ruido  el  campamento  contrario; de  nuevo  se  entra  en
batalla y resuenan los gritos de guerra. 
En las filas de los de Kiev empieza a reinar la confusión y corren a la desbandada. 
Pero en aquel momento se ve surgir en el campo, entre  los enemigos, un extraño jinete. Su
armadura resplandece a los rayos del sol y le hace aparecer como envuelto en llamas. 
El jinete corre, salta, reparte mandobles a diestro y siniestro y hace sonar el cuerno. 
Es Ruslán, que cae sobre  los paganos como el rayo enviado por Dios. Galopa por  todo el
campamento del acobardado enemigo  llevando al enano atado a  la silla. Por donde silba su
espada, por donde su caballo corre, caen segadas las cabezas.  Las filas retroceden unas tras
otras,  y  unas  sobre  otras  van  cayendo.  En  un  instante  se  levantan  montones  de
ensangrentados cadáveres, que son aplastados por  los caballos o se confunden con  los que
quedan todavía vivos, y con enorme cantidad de lanzas, corazas y flechas. 
Al oír resonar el cuerno,  los ejércitos  eslavos acuden junto al héroe. Y vuelve a entablarse
la lucha... 
—¡Muere, pagano!
 
El pánico  se  apodera de  los pechenegos,  hijos perpetuos de  las batallas.  Intentan  reunir  a
sus caballos dispersados.  Ya no se sienten con ánimos de resistir por más tiempo y corren a
la  desbandada,  dejando  abandonado  el  campo  polvoriento  y  huyendo  de  las  espadas  de
Kiev. Pero están destinados a acabar en el infierno. 
La espada rusa  los hace  caer por millares. La ciudad entera de Kiev  celebra  la victoria. El
héroe esforzado recorre  las calles. En  la mano derecha sostiene su espada victoriosa; brilla
la  lanza  como  una  estrella  y  resbala  la  sangre  sobre  su  coraza de  cobre.   El  vie nto  hace
mover la barba que lleva atada al casco. Y el guerreo se dirige apresurado, y animado por la
esperanza, al palacio del príncipe, abriéndose paso entre la inmensa multitud. 
El pueblo, entusiasmado, lo aclama calurosamente. 
La alegría  infunde nuevas  fuerzas al joven príncipe. Llega a palacio.  Se halla éste  sumido
en el silencio en que duerme Liudmila su sueño encantado. A sus pies está el gran príncipe
Vladimir,  triste  y  sin  esperanzas.  Todos  sus  amigos  han  sido  llamados  al  campo  de  la
sangrienta batalla. 
Farlaf,  que  huye  de  la  fama  y  prefiere  hallarse  lejos  de  las  espadas  enemigas  y  de  los
peligros del campamento, monta la guardia a las puertas del palacio. 
Apenas el asesino reconoce a Ruslán, parécele que se  le hiela  la  sangre en  las venas, se  le
enturbia  la mirada;  se  ahoga  una  exclamación  en  sus  labios  y,   casi desvanecido,   cae de
rodillas. Su traición espera sólo el castigo que merece. 
Pero Ruslán, acordándose del mágico anillo, corre ya en busca de Liudmila;  la ve dormida
plácidamente y aplica a su frente la sortija con mano temblorosa...!
¡Y se cumple el milagro!
¡La joven princesa suspira y abre sus ojos claros!
Parece extrañada por lo larga que ha sido la noche. Cree estar soñando todavía. 
Pero no tarda en ver que tiene ante ella a su esposo... 
El príncipe abraza a Liudmila, y en su alegría nada oye ni ve. 
El anciano, por su parte, abraza emocionado y llorando a los seres queridos. 

 
Y ¿cómo voy a acabar el cuento? ¡Lo adivináis ya, amigos míos! 
La ira algo injustificada del anciano se ablandó. Farlaf,  arrodillado ante Ruslán y Liudmila, 
reconoció y confesó su infamia y su vergonzosa conducta, y el príncipe le perdonó. 
El enano, perdida ya su fuerza mágica, fue admitido en palacio. 
Y  en  vista  del  feliz  desenlace,  Vladimir  volvió  a  organizar  un  festín  en  sus  espaciosos
aposentos. 
 
Es ésta una historia de tiempos lejanos, una leyenda de la antigüedad más remota. 


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