• Carta de Todos los Mundos
Ruslán Y Liudmila
Alexander Pushkin

PROLOGO
En una playa próxima a cierto golfo crece un robusto y verde roble. Un gato sabio, sujeto al
tronco por una cadena de oro, da vueltas sin cesar en torno a él.
Cuando corre a la derecha, entona una canción, y cuando corre a la izquierda se pone a
contar un cuento.
Por todas partes se producen allí milagros; anda vagando el demonio, una ondina se
balancea en las ramas... Y en los senderos ocultos se ven huellas de animales nunca vistos...
También hay una casita con patas de gallina, y que no tiene puertas ni ventanas. Allí cada
bosque y cada valle albergan innúmeros fantasmas...
Allí, al rayar el alba, cuando las olas empiezan a rodar por las riberas arenosas, surgen de
las límpidas aguas treinta y tres hermosos héroes, capitaneados por el viejo Tío del Mar...
Allí un joven príncipe vence y hace prisionero a un zar temible...
Allí, a la vista de todos, rapta un brujo a un héroe esforzado y, subiendo con él a las nubes,
vuela sobre bosques y mares...
Allí, encerrada en una celda, llora una zarina, a la que sirve con fidelidad un oso pardo...
Allí camina por sí solo un mortero junto a la bruja Yaga.
Allí el zar de los brujos, el Brujo-Inmortal, tiembla por su oro...
Allí reina el espíritu ruso... Todo sabe a Rusia allí.
Y allí estuve yo... Bebí dulcísimo hidromiel, vi aquel roble verde, y también, a su sombra,
al gato sabio, que me contó buenos cuentos de los suyos. Y uno de ellos lo recuerdo, y voy
a contarlo ahora al mundo entero...
CANTO PRIMERO
Es ésta una historia de tiempos lejanos, una leyenda de la antigüedad más remota.
Rodeado de sus hijos poderosos y de sus amigos, el príncipe Vladimir el Sol daba un festín
en la sala más espaciosa de su palacio; celebraba los esponsales de su hija menor con el
valiente Ruslán, y levantaba a su salud una pesada copa de hidromiel.
Nuestros antepasados comían siempre con gran calma, y las jarras y los vasos de plata,
llenos de vinos espumosos y cerveza, que infunden alegría en los corazones, se movían ante
ellos con gran lentitud. Vasos y copas, rebosantes de espuma, eran servidos por coperos
que, al ofrecerlos, se inclinaban con respeto ante los convidados.
Las voces se mezclan en un rumor confuso, en un zumbido interminable. Pero de pronto
resuenan las notas sonoras y fugaces del salterio y la voz melodiosa del trovador. Todos
callan y escuchan. El cantor elogia la belleza de Liudmila, la valentía de Ruslán y la corona
que les ha preparado el amor.
Fatigado, sin embargo, por su emoción amorosa, Ruslán ni come ni bebe; está inmóvil, sin
apartar los ojos de su amada, suspira e impaciente se retuerce los bigotes.
A la misma mesa están sentados tres mancebos, los tres guerreros flamantes, que
contemplan tristemente sus copas vacías olvidándose de llenarlas, no prueban plato alguno
y parecen no oír la canción del trovador; son los tres rivales del prometido. Los desdichados
sienten en sus almas el veneno del odio y la amargura de un amor desgraciado.
Uno de ellos es Rogday, intrépido guerrerro que supo ensanchar con su espada las fértiles
tierras de Kiev.
El otro es Farlaf, un charlatán altanero a quien nadie vence en los festines, pero guerrero
mediocre en el fragor de las batallas.
Y el tercero es Ratmir, el joven khan de los kazares.
Los tres tienen pálido y sombrío el semblante y a ninguno de los tres le divierte el festín.
Finalmente, concluye. Todos se levantan de la mesa y contemplan a los jóvenes
prometidos. La novia mira confusa al suelo y parece un poco triste. En cambio Ruslán se
muestra ahora alegre y animado en extremo.
Se acerca la medianoche y las negras sombras envuelven la naturaleza toda. Los boyardos,
adormecidos por efecto del hidromiel, se despiden con profundos saludos y se retiran a sus
casas.
El novio está en las nubes y lleno de ventura.
El príncipe Vladimir, emocionado y algo triste, da su bendición a los jóvenes.
Seguidamente acompañan todos a la muchacha a sus aposentos.
De súbito, retumba un espantoso trueno, brilla un relámpago en la oscuridad y la lámpara se
apaga.
Quedó todo envuelto en una nube de humo. Parece como si todas las cosas empezaran a
temblar en las tinieblas... y se hace un profundo silencio.
Una voz extraña resuena dos veces en el silencio terrible; una sombra negra desciende y
desaparece después en una nube de humo.
Y vuelve a reinar el silencio, como si todo el palacio quedara abandonado.
Ruslán está pálido y bañado en un frío sudor.
Su mano yerta busca vanamente en las tinieblas a su amada... Sólo encuentra el vacío.
Liudmila ha desaparecido arrebatada por una fuerza desconocida.
¡Ay de aquel que pierde a la amada para siempre en un instante! A no dudarlo es preferible
la muerte...
Mas el desdichado Ruslán siguió viviendo.
Y a todo esto ¿qué dijo el príncipe?
Sorprendido por la tremenda noticia y enfurecido contra su yerno, llamóle, convoca ndo al
propio tiempo a su corte entera.
—¿Dónde está Liudmila? —le pregunta con tono amenazador.
Pero Ruslán no le oye.
—¡Hijos míos y amigos todos! —prosigue lamentándose el príncipe—. A vosotros me
dirijo recordándoos vuestros méritos. ¡Tened piedad de mí, que soy un anciano! ¿Cuál de
vosotros está dispuesto a salir en busca de mi hija? ¡El mérito del valiente que lo consiga no
quedará sin premio! Y tú, desdichado, que nos has sabido guardar a tu esposa, llora y
laméntate, porque he de darla al que la encuentre, con la mitad del reino de mis abuelos...
¿Cuál, pues, de mis hijos o amigos está dispuesto a salir en su busca?
—¡Yo! —exclamó el abatidísimo esposo.
—¡Yo, yo, yo! —contestaron a una Rogday, Farlaf y el siempre alegre Ratmir—. Ahora
mismo vamos a ensillar nuestros caballos, y nos tienes dispuestos a recorrer el mundo
entero. No temas, padrecito, tu espera no será larga. ¡Correremos presurosos en busca de la
princesa!
El anciano padre, conmovido después de tanto sufrir, les abre, llorando, los brazos.
Los cuatro salen juntos del palacio.
Ruslán, muy desanimado por su desventura; la idea de haber perdido de manera tan súbita a
su amada le atormentaba el corazón.
Los cuatro saltan sobre sus corceles y vuelan a lo largo de las rientes orillas del Dniéper,
desapareciendo tras una nube de polvo. Y todos, con el príncipe al frente, les siguen,
aunque sólo con el pensamiento, pues no ven ya ante sí más que el campo desierto.
Ruslán sufre y sigue callado; hasta la memoria ha perdido.
Tras él va Farlaf que, poniéndose en jarras, exclama:
—¡Qué contento estoy de poder obrar a mi gusto y con total libertad! ¡Ojalá encontrara
pronto al gigante! Entonces la sangre correría de verdad. Muchas serían las víctimas que
haría caer mi amor celoso. ¡Alégrate, pues, fiel espada, y también tú, corcel veloz!
El khan de los kazares baila en la silla, viéndose ya en brazos de Liudmila. Hierve su
sangre moza, y en su mirada brilla la esperanza. Ora pone al galope su caballo, ora lo hace
encabritar, obligándole a vencer pasos abruptos.
Rogday calla y se muestra más taciturno que sus compañeros. Está inquieto y, enfurecido,
mira de reojo al khan de los kazares.
Todos los rivales, durante el día entero, siguen la misma ruta.
La orilla más baja del Dniéper tórnase ya oscura. Desde Oriente se acercan las sombras de
la noche y sobre el río profundo extiéndese la bruma. Ha llegado el momento de dar reposo
a los caballos. Al pie de una montaña crúzanse varios caminos.
—Vamos a separarnos aquí —dicen todos.
Y cada cual deja que su corcel escoja la ruta libremente.
¿Qué haces tú, infortunado Ruslán, solo en este desierto silencioso? ¿Continúas recordando
el aciago día de tus bodas con Liudmila, que surge ante ti como en un sueño?
¿Por qué vas así con el casco de cobre hundido hasta las cejas, dejando que se escapen las
riendas de tus fuertes manos? ¿Por qué vas con el paso tan lento por los campos, cada vez
más perdidas la esperanza y la fe?
Pero ahora aparece una cueva ante los ojos del guerrero. En la cueva brilla una luz... El
jinete se dirige allí sin detenerse, y atraviesa bóvedas adormecidas, tan viejas como el
mundo.
Se para y entra, lleno de tristeza... Y ¿qué descubre allí?
En la cueva ve a un anciano, de luenga barba blanca y de mirada clara y serena; está
inclinado sobre un viejo libro, leyendo con suma atención y ante él arde una lamparilla.
—Bienvenido seas, hijo mío —dice el anciano, sonriendo—. Hace veinte años que estoy
aquí completamente solo, extinguiéndome lentamente en las tinieblas de mi vida. Pero por
fin ha llegado el día previsto por mí, el día en que la muerte nos une. Siéntate, pues, y
escucha lo que voy a decirte.
Sé, Ruslán, que has perdido a tu Liudmila y que ya van desmayando las fuerzas de tu
espíritu. Pero el mal es pasajero, y pronto desaparecerá el dolor que te ha infligido el
destino... Sigue, pues, adelante y sin temor, alegre siempre y lleno de fe y esperanza. ¡No
desfallezcas! ¡Siempre adelante! Sigue tu camino y ábrete paso con la espada dirigiéndote
siempre hacia donde reina la medianoche.
Debes saber, Ruslán, que quien te ha agraviado es un hechicero, el terrible Chernomor,
conocido secuestrador de muchachas hermosas. Es el dueño de las montañas del reino de la
medianoche. Y hasta ahora ni una sola mirada ha logrado penetrar en su palacio.
Pero tú, vencedor de la maldad, penetrarás en la morada del malhechor y acabarás con él.
Nada más debo decirte. Así, pues, desde ahora se halla tu suerte en tus propias manos, hijo
mío.
Cayó nuestro héroe a los pies del anciano, y le besó la mano, radiante de alegría.
Va despejándose el mundo ante sus ojos y su corazón se alivia y reanima. Mas de súbito
vuelve a pasar por su rostro la sombra de la tristeza...
—Adivino la causa de tus inquietudes, pero me es fácil desvanecerlas —le dice el
anciano—. Te preocupa el amor del brujo de blancas canas... Tranquilízate; su amor no es
peligroso para la joven. Terrible es el poder de Chernomor; puede hacer que desciendan las
estrellas y con su silbido hace temblar a la luna. Pero contra la ley del tiempo nada vale su
ciencia y no puede recuperar su juventud. Es ya un mísero viejo y no conseguirá que la
joven olvide tu amor y consienta en ser su esposa.
Pero el día termina ya, guerrero, y te conviene el reposo.
Ruslán se acuesta sobr el blando musgo, a la tenue luz de la lamparilla, e intenta conciliar el
sueño...
Suspira, cambia de posición; mas todo es en vano.
—No puedo dormir, padre mío —acaba diciendo—. No sé qué hacer. Mi alma está
enferma... el sueño huye de mí... La vida me es penosa en demasía... Permite que me alivie
con tu santa conversación. Perdóname una pregunta indiscreta: ¿quién eres tú, hombre
bondadoso y enigmático?... ¿Quién te obligó a vivir en este lugar desierto?
El anciano, suspirando, le sonrió afablemente y le dijo:
—Querido hijo mío. Yo soy finlandés, y por el tiempo de mi despreocupada juventud,
apacenté ganado de las vecinas aldeas en valles sólo por nosotros conocidos. Ignoraba todo
lo que no fueran bosques impenetrables, arroyos y cavernas ocultas en las rocas, así como
las diversiones propias de nuestra salvaje miseria. A pesar de ello, no quiso la suerte que
viviera yo largo tiempo en aquella tranquila quietud.
Cerca de nuestra aldea crecía entonces, como una flor solitaria, una muchacha llamada
Naína, que sobresalía entre sus amigas por su extraordinar ia belleza.
Cierto día, al llevar yo mis rebaños por los prados y cuando estaba preparando mi gaita, me
encontré a orillas de un torrente impetuoso.
Una hermosa muchacha trenzaba allí una corona de flores... El destino me había llevado
hasta ella...
¡Era Naína, guerrero! Me le acerqué, y mi atrevida mirada vióse correspondida con otra no
menos ardiente. Conocí entonces lo que era el amor, con toda su celestial delicia y su
angustia torturadora.
Así transcurrió medio año, durante el cual le declaré mi amor diciéndole: "Te quiero,
Naína."
Pero Naína, que se complacía sólo en sus propios encantos, escuchó mis palabras con
altivez e indiferencia y me contestó fríamente: "Pues yo no te quiero, pastor."
Al escuchar tal respuesta, me pareció que el mundo se oscurec ía; y ni los árboles, ni los
bosques frondosos, ni los alegres juegos de los pastores, lograron ya calmar mi angustia.
Mi corazón languideció de tristeza. Y así, decidíme al fin a abandonar los campos
finlandeses y a atravesar los peligrosos abismos del mar, a fin de conquistar el corazón de
la altiva Naína, con la gloria de guerreras hazañas.
Reuní, pues, a unos cuantos pescadores decididos, y les invité a buscar peligros y oro. Por
primera vez el país tranquilo de mis padres y abuelos oyó el estrépito de las armas y miró
pasar las naves de guerra.
Así me perdí en la lejanía, henchido de esperanza, con aquel puñado de valientes, hijos de
mi tierra.
Por espacio de diez largos años salpicamos con sangre de enemigos las nieves y las aguas.
Nos precedió la fama; los reyes temblaron ante mi arrojo, y sus orgullosos regimientos
huyeron ante las armas del Norte.
Guerreábamos denodadamente y llenos de alegría. Nos repartíamos dones y botines y
celebrábamos las victorias en unión de los vencidos.
Pero mi corazón, rebosante de amor por Naína, sufría silenciosamente en el fragor de las
batallas y en el bullicio de los festines, sin poder olvidar nunca las riberas finlandesas.
"¡Amigos!", dije. "Ya es hora de volver y de colgar las armas a la sombra de nuestras casas
paternas."
Moviéronse ruidosamente los remos, dejando tras nosotros el terror y la muerte; y muy
pronto atracamos con júbilo en el golfo de nuestra querida patria.
"¡Por fin se ven realizadas mis ilusiones y mis más ardientes deseos! Se aproxima la hora
del dulce encuentro... Arrojaré a los pies de la muchacha hermosa y altiva mi espada
ensangrentada, arrojaré perlas, y oro y corales."
Así comparecí ante ella, embriagado de pasión y rodeado de sus envidiosas amigas,
semejante en todo a un sumiso vencido.
Pero la hermosa muchacha se alejó y me dijo con tono indiferente:
"¡Héroe! ¡No te quiero!"
Mas, ¿para qué contarte, hijo mío, todo lo que, para ser contado, requeriría de mí fuerzas
que no tengo?
¡Ay! Aún ahora, viviendo aquí completamente a solas con mi alma, y encontrándome ya a
las puertas de la tumba, corren amargas lágrimas por mi barba blanca, recordando el
pasado.
Pero déjame que prosiga. En mi patria, entre los pescadores solitarios, se practica una
ciencia milagrosa. Siempre ocultos y al amparo del eterno silencio de los bosques, viven, en
los más apartados rincones, viejos hechiceros. Todos sus pensamientos se dirigen a la más
alta sabiduría. Saben todo lo pasado y todo lo por venir. Y las cosas todas están sometidas a
su terrible voluntad, la muerte y aun el mismo amor.
Ávido y empedernido buscador de oro como yo era, resolvíme, en mi infinita tristeza, a
conquistar a Naína por medio de las artes mágicas, encendiendo una llama amorosa en el
corazón de la hermosa muchacha con artificios de hechicería.
Me alejé, pues, internándome en aquellos bosques sombríos, en los que pasé largos años
estudiando entre los sabios hechiceros. Llegó finalmente el día, por mí tan anhelado, en que
pude ya, con mi clara inteligencia, penetrar los más ocultos y terribles arcanos de la
naturaleza y en el que comprendí todo el poder de las invocaciones mágicas.
"¡Así conseguiré coronar pronto mis deseos y mi amor!" pensaba yo." Ahora, Naína. te
venceré y serás mía!"
Mas no fui yo el vencedor, sino el destino, que me perseguía sin descanso.
Lleno de esperanzas juveniles, empecé a invocar a los espíritus. Y he aquí que el silencio
eterno de la fronda se vio turbado por un trueno formidable, acompañado de la luz de un
relámpago. Prodújose un mágico torbellino... La tierra tembló bajo los pies... y ante mis
ojos apareció sentada una vieja canosa, con ojos brillantes y hundidos y una enorme joroba,
símbolo de la más triste decrepitud.
¡Ay guerrero! ¡Aquella mujer era Naína! Quedé horrorizado y sin poder hablar,
contemplando el repugnante fantasma y sin dar fe a mis propios ojos...
Entonces prorrumpí en súbito llanto y dije:
"¿Es posible que seas tú, Naína? ¿Dónde está tu hermosura? ¿Cómo has podido cambiar
así?... Dime, ¿cuánto tiempo hace que no nos hemos visto?..."
"¿Cuánto?... Pues cuarenta años justos", me contestó ella. "Hoy he cumplido los setenta...
¡Qué se le va a hacer!", prosiguió con su voz cascada y ronca. "El tiempo vuela. Ha pasado
ya tu primavera y la mía también... Los dos nos hemos hecho viejos... Pero escúchame,
querido mío, todo esto no tiene importancia... Claro que ahora ya tengo canas... También
me siento menos animada que en otros tiempos... No tengo tantos atractivos... Pero en
cambio voy a confesarte una cosa: ¡Soy bruja!"
Y decía la verdad. Quédeme inmóvil y aturdido.
Comprendí que era un imbécil a pesar de toda mi sabiduría.
¡Pero lo más terrible fue que la fuerza mágica consiguió lo que yo me había propuesto!
¡Sintióse aquella vieja enamorada de mí!
Entonces huí.
La vieja se puso a perseguirme, y llenándome de insultos:
"¡Ah, ingrato!" me dijo. "¿Para qué has querido turbar mi sosiego? ¿Por qué, al conseguir
mi amor, huyes de mí, de tu Naí-na, y me desprecias? ¡Ay, así son todos los hombres!
¡Traidores todos! ¡Infeliz de mí!... ¡Pero me vengaré de ti, vil seductor, déspota y raptor de
doncellas inocentes!"
Así nos despedimos. Desde entonces vivo aquí en la mayor soledad, con el alma
destrozada. La naturaleza, la sabiduría y la tranquilidad constituyen el consuelo de este
anciano que miras ahora, y a quien espera ya la tumba.
Pero la llama de amor de la vieja se ha convertido en terrible odio. En su alma anida la más
negra maldad, y, sin duda alguna, la vieja bruja habrá de odiarte a ti también... Por fortuna,
los pesares no son eternos en este mundo nuestro.
El guerrero había escuchado ávidamente las palabras del anciano, sin cerrar los ojos, sin
sentir deseos de dormir; y, meditando y reflexionando, no se dio cuenta de cómo transcurría
la noche.
Empezó a clarear el nuevo día...
Suspirando, el agradecido mancebo se despidió del anciano dándole un fuerte abrazo.
Su alma estaba llena de esperanza.
Salió de la cueva y, espoleando a su caballo adormecido, y enderezándose en la silla, lanzó
un silbido y gritó al hechicero:
—¡No me abandones, padre!
Y se lanzó el campo.
—¡Buen viaje! —le contestó el viejo—. ¡Adiós! ¡Quiere a tu esposa y no olvides los
consejos de este anciano!
CANTO SEGUNDO